esclava fiel


Era un día de primavera anómalo. Hacía frío, mucho frío, tanto que el aire que salía de mis pulmones se condensaba en contacto con el ambiente. Las manos me temblaban y ya habían adquirido ese tono morado que indicaba que el riego sanguíneo no era del todo correcto. Unas tímidas gotas de lluvia empezaron a caer, al principio eran vergonzosas, pero al cabo de unos segundos se hicieron incesantes. La luna llena realzaba la silueta de la muralla, dándole un toque un poco tétrico pero hermoso. Las campanadas de la iglesia dieron la medianoche. El tintineo era escalofriante, era espeluznante.

Por la calle empezó a aparecer gente encapuchada, iban totalmente de negro, cubiertos hasta los pies, y con zapatos de espino. Iban con la cabeza mirando al suelo y tarareando al son del horrible tintineo. Al final de todos esos fantasmas de la noche había un ataud, irónicamente era blanco y reluciente. Contrastaba con el extraño cuadro.

Intenté acercarme para preguntar de quién se trataba, pero solo pude oír sollozos, esperanzas rotas, sueños aplastados y deseos inconcedidos. Algo me decía que no debía estar aquí, tenía un mal presentimiento, mi sexto sentido me decía que saliese corriendo y no mirase atrás, pero la curiosidad me mataba por dentro.

Pensé que se iban a detener en la iglesia, pero siguieron caminando con esos pasos funebres y desencantadores. Vi que el movimiento se interrumpía en una explanada. Todo estaba dispuesto, había rosas negras, velas rojas y papeles quemados por todas partes.

Mi corazón latía tan rápido que tenía que inhalar el aire a una velocidad anormal. Me acerqué con paso inseguro hasta donde habían dejado ese féretro. El tiempo se detuvo, y los encapuchados dirigieron sus miradas hacia mí. Sus pequeños ojos negros se me clavaron como alfileres y pequeñas gotitas de sangre empezaron a emanar de mi cuerpo. Solo se oía la lluvia, y las violentas gotas que chocaban contra la gran caja blanca. A cada paso que daba me sentía más débil, más observada.

Cuando me asomé al cajón, me quedé aterrorizada, me quedé petrificada en el suelo sin mover ni un solo músculo. Noté como el corazón dejaba de latir y el aire no me llegaba a los pulmones. Me vi reflejada en el ataúd, era yo, era una parte de mi. Estaba tan pálida, con los brazos cruzados sobre el pecho y con los labios morados. Estaba allí tendida sin vida, sin nada. Lo único que quedaba de mí era un cuerpo que serviría de alimento para animales carroñeros.

Estaba mareada, todo giraba a mi alrededor. Veía desenfocado pero presentía que los fantasmas desolados me estaban rodeando, oía sus murmullos, sus leves sinfonías, sus más temibles miedos. Pero caí en la cuenta de que eran mis miedos, mis más horribles pesadillas, mis sueños rotos y mis falsas alegrías. Ellos eran yo, yo era ellos.

Sin gran esfuerzo me subieron a lo alto de la hoguera y empecé a notar que las piernas me abrasaban, me quemaban. Notaba como el fuego se iba apoderando de mi cuerpo, y temía terminar haciéndome compañía en esa aterradora caja. Un torbellino de emociones asolaron mi cuerpo. Las lágrimas empezaron a caer como cascadas intentando apagar desesperadamente el fuego que me rodeaba. Por mi mente iba pasando la película de mi vida, de esa existencia desaprovechada sin riesgos, sin apuestas perdidas.

No sabía que le había hecho al karma para merecer esto, siempre tuve miedo a apostar por si perdía. No quería ser herida, pasaba siempre desapercibida. Pero allí estaba yo, colgada de una hoguera y siendo juzgada como una vulgar bruja. Sin juicio previo, sin posible absolución. Intenté recordar cual había sido el pecado por el que merecía esto, y comprendí que mi mayor pecado fue enamorarme de ti, de tu odiada osadía, pero estoy anclada a la fascinación que siento por tu piel, por ti. Ya no soy libre, ya no sé volar sin ti. Llevo unas pesadas cadenas que son tu recuerdo, un simple anhelo. Cada día me aprietan más y más, y me van destrozando las muñecas.

Sin entender nunca por qué, el fuego cesó y caí de rodillas al suelo. Cuando conseguí recobrarme miré a mi alrededor y no había nada, solo me hacían compañía unos arbustos y el suave viento que arrastró un trozito de papel. Lo cogí y en él pude leer: siempre serás su esclava fiel.

 Seguía viva en cuerpo pero muerta en espíritu, mi corazón latía pero mi alma no soñaba, mis venas transportaban sangre pero ya no tenía vida.





Comentarios

  1. "....Y a veces un pecado es la entrada al paraíso". Juan Antonio Zunzunegui.

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