fredoom


El viento desordenaba mi cabello, rojo como el fuego, y encrudecía mi mirada negra como el carbón. El vestido se deslizaba entre la arena, y ondeaba como esa bandera que sonreía a la victoria. Mis labios se convirtieron en una mueca irónica, producida al oler el miedo. El sol calentaba y revelaba esos espejismos felices del pasado.
Caminaba con orgullo y anhelo. Apretaba mi puño con fuerza, intentando contenerme. La marcha se hacía dificil, y las lágrimas acentuaban la hora del juicio final, creaban un océano tan profundo que me ahogaba, me hundía como un pobre barco azotado por el mar. Me tambaleaba, las fuerzas me fallaban, no podía más.
Me desplomé en el suelo con la mirada fija en el cielo. Sonreí con amargura a la luz procedente de esa estrella que seguramente ya no vivía, pero ahí seguía deslumbrando con su belleza y energía.
La arena del desierto recubría mi cuerpo, cabando mi propia tumba, dándome descanso, dándome paz. Podía notar los pinchazos de los escorpiones que me envenanaban, pero ya estaba demasiado intoxicada y eran ellos los que morían, era su propio veneno el que los mataba. Como un arma de doble filo que contrata el destino más infernal, que pactaba unas comisiones insufribles con Satán, que provoca que llores sangre y respires licor.

Notaba como me hundía y la arena ocupaba mi lugar, me empujaba, me invitaba a descender, a caer. Empecé a caer, sin freno por un abismo. Solo oía el tic-tac del tiempo perdido, las falsas promesas de que nunca te irías, y las risas empañadas por un llanto causado por el dolor que tú me has provocado. Los segundos caían como la arena, y yo caía con ella. Podía elegir entre dejar que el tiempo volara sin mí o acompañarle con las alas desplegadas.
Decidí reír, y salté por una cascada. El agua fría despertó a mi alma comatosa y devolvió la vida a mi corazón. Chapoteé y me zambullí en el agua. El pelo mojado me tapaba los ojos, y el vestido estaba tan desgarrado que no merecía la pena. Me desnudé y empecé a bailar. Vivía mi libertad. El agua seguía cayendo al ritmo de mi compás, y por mis venas comenzaba a circular sangre, roja como las rosas en primavera. Todo el odio se marchó, quiso huir y se lo permití.
Me sentía ligera y exploré miles de caminos que estaban fuera de mis expectativas. Caminé durante horas, y cablagué entre mis recuerdos. Algunos eran ácidos y amargos, pero solo eran eso, recuerdos. Películas que quedarían archivadas y que pasarían a la historia, porque yo tenía que vivir. Tenía que seguir viviendo.

Encontré mi viejo violín, tan abandonado y olvidado. Lo cogí y me transportó a mi antigua yo, a esa chica que no le tenía miedo a la soledad, que vivía para ella sin esperar nada, que estaba rota por dentro pero era un muro inquebrantable por fuera. Me volvió a enseñar a aquella niña cuyas lágrimas eran tan ácidas que la quemaban la piel, y tenía el corazón tan grapado que se estaba rompiendo. Pero era tan fuerte, siempre seguía hacia delante.
Mis dedos parecía que se sabían el camino entre las viejas cuerdas, y mi pequeño comenzó a brillar. Cada nota me elevaba aún más. La melodía no dejaba de aumentar, con tanta intensidad que hacía vibrar el suelo, con tanto color que todo comenzó a brillar. Pude ver el reflejo de toda una vida, llena de purpurina, llena de vitalidad.
Las cadenas que me oprimían el pecho se quebraron como una copa de champán. La llave del candando que guardaba mi corazón apareció, llena de espinas que se me clavaron en los dedos. Pero al fin voló, como una mariposa que bate sus alas, como esa ficha de ajedrez que te decanta ganador. Finalmente se liberó.
El viento me acercó decenas de hojas que estaban escritas de mi puño y letra, cientos de historias de las que yo tenía que decidir el final, miles de palabras que dije y muchas de ellas que no me atrevía a pronunciar. Pude leer muchos te quiero, y aún más perdón. Pero cogí los papeles y los lancé, dejé que se escaparan, porque lo que quise decir, dicho está, y lo que callé, en mi memoria reside sin más, junto con aquellos recuerdos que permanecerán intactos, haciendo compañía a las grandes ilusiones de mi vida, sirviendo de ejemplo a los amores fallidos y a las amistades que vienen y van, pero que al final se terminan.
El viento jugaba con mi pelo alborotado, y el sol intentaba quemar mi piel. Era una pelea entre dos niños que reclamaban mi atención, reclamaban mi tiempo. Pero me sentía tan obsevada que no me podía centrar en nada. Giré la cabeza y allí los vi, a los dos, vigilandome. Me acerqué con paso firme y decidido, pero me quedé tan asombrada con lo que vi. Allí estaba yo, llena de tiritas, de cicatrices, con lágrimas en los ojos, con los labios secos por tanto llanto. Era la sombra de lo que era, la sombra de lo que fui, pero ahí estaba él. El tiempo con esa sonrisa traviesa y esa fuerza que te atrapaba como la gravedad, cuidándome, haciendo que mis heridas se cerrasen, sanasen. Siempre estuvo ahí, a mi lado, sufriendo conmigo, soñando conmigo.... Simplemente a mi lado.
Le sonreí y le besé. No sé cuánto tiempo estuve así con él, no lo recuerdo. Era como si el tiempo se hubiera deternido, se hubiera paralizado. Pero una de mis hojas chocó contra nosotros y en ella se podía leer "Cariño, cabalgaremos juntos esta noche en el barco que se llama libertad. Sé libre, sé feliz y no dejes que nadie te ate con él, no te hundas con una persona que no te quiere como tú la quieres a ella, no llores por alguien que no te mereces. Es simple, no sufras por alguien como él ni malgastes lágrimas por una persona como ella"



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