SU ROMEO ERRANTE

Llevaba puesto un vestido negro como el de un ángel caído, y un velo de encaje le cubría el rostro, excepto esos labios rojos pasión, que aún guardaban el recuerdo de la lluvia de aquella noche, cuando oyó las campanadas que indicaban el comienzo de la batalla. Caminó con paso firme y decidido ante las miradas llenas de odio y rencor de esos pobres ignorantes y se presentó al tribunal. Pobres almas errantes que la tenían que juzgar, la tenían que culpar. El juicio era una balanza entre los buenos actos y los malos, era un equilibrio desplazado a favor de los malos y Lucifer lo utilizó para quedarse con ella durante toda la eternidad.
En su rostro se formó una mueca de dolor al ver las lágrimas de Rehaliah, su ángel de la guarda, su protector. Ella tampoco hizo nada para intentar redimirse y lo perdió. Sus ojos se volvieron púrpuras y fríos cuando le vió desplegar sus alas, ni si quiera él pronunció un simple adiós. Nunca le dolió nada tanto como verle marchar, como saber que nunca más la volvería a amar. Pero ella tomó su decisión cuando proclamó su amor por el mounstro del mal, aunque luego le intentara olvidar. 

La lluvia golpeaba los adoquines, temblorosos ante tanta rabia y odio, y el viento competía contra su propia velocidad. Las farolas habían sido reemplazadas por esas velas que se apagaban con cada gota, con cada susurro del viento. La tormenta la acompañaba, y la luna la cuidaba.
Si hubiese sido otro día, ella hubiese salido de casa dispuesta a mojarse, dispuesta a disfrutar del juego de las gotitas de lluvia por su frente, y a enfadarse con su cabello desordenado por la culpa de la dichosa ventisca. Pero hoy no, misteriosamente cogió un paragüas negro como su alma, que la intentaba proteger.
Con movimientos temblorosos descubrió su mano enguantada y pudo ver el reluciente anillo de compromiso. Sintió asco de sí misma, se odiaba por ello. Se puso tantas veces en peligro solo para poder volver a ver a su ángel favorito, pero él solo la sacaba del peligro. Ya no la miraba, ya no la hablaba, y su rostro se había transformado en un rostro en el que no se veía ni un ápice de bondad.

Ella dejó que la lluvia acariciase la palma de su mano. Pero cada gota la dejaba huella, la dejaba cicatriz, la quemaba. Se podía ver como se encendía una llama y se apagaba. Se podía oler su abatimiento y frustración. Su voz rompió la melodía de la salvaje tormenta. Débilmente y con lágrimas recorriéndola el rostro se atrevió a decir:

Fracasas intentando acallar la música de mi corazón. Cada latido marca un solo de percusión, cada silencio acontece a un si bemol.
Fracasas si intentas abrasar la llama de nuestro amor, porque fuego con fuego arde con más pasión.
Fracasas si intentas olvidarme porque soy como esa melodía que nunca se olvida. 
Fracasas si intentas convencerme de que eres mejor que yo, y no necesito ningún tipo de autocompasión.
Fracasas si intentas sacarme de tu vida, porque seríamos como supehéroes, volando juntos cada noche.
Seríamos como aquel niño que combate sin miedo sus pecados. 
Seríamos como el veneno más mortal, invencibles.

Todavía nadie comprende la razón de que dijese aquello, simplemente ella le amaba, pero él no lo entendía. Rehaliah pensaba que ella era una mala persona, como un parásito que solo hacía daño a los que la rodeaban. Él sabía exactamente lo que pensaba, seguía pensando en él, en lo que podrían sido pero que ha quedado reducido a cenizas, a frías y dispersas ilusiones rotas, seguía sin entender esa cantidad de lágrimas derramadas por alguien como él, de esas noches en vela pensando en el beso robado o en las fantasías de unos futuros encuentros. 
 Como si hubiera notado su presencia, intentó demostrarle que le quería aunque a él le resultase inútil. Sin esfuerzo se quitó el anillo que la ataba, que la oprimía el pecho y por el que era una mera posesión de Satán y lo tiró hacia el cielo en señal de libertad.
Su errante Romeo descendió de los cielos y la besó. La elevó y escaparon juntos, amándose los dos. Pero los besos en el cuello fueron detenidos cuando se oyó el ruido de un mechero chocándose contra el suelo, un golpe seco, como un arma letal. Ella se giró al instante para poder ver como ese mechero prendía todo y a todos. El reflejo de esa explosión se reflejó en su mirada, producida por aquella minúscula llama. 
Se temió lo peor, una batalla entre dos, por ella, por su amor. Pero no quería causar más daño y tuvo que tomar una decisión mientras que juraba que el destino, esa tonta marioneta del mismísimo diablo, nunca más volvería a jugar con ella. 
Mintió, mintió tanto que ya no podía distinguir la realidad de la ficción. Juró ante Dios que no amaba a su Romeo, y que el matrimonio con el señor del infierno fue un error. Se quedó sola, viendo pasar los días, las horas... 

Pasó el tiempo, pasaron los años y ella aún no se había recuperado. Sus ojos todavía seguían púrpuras y aún tenía las cicatrices de aquellos besos que la dolían cada vez que se acordaba.
Una noche cogió su paragüas y se fue. Ni siquiera cogió su maleta, simplemente iba a dejar que el destino volviera a jugar con ella como una ficha de ajedrez. Caminó por la callejuela donde hace tanto tiempo todo ocurrió y se detuvo a admirar que estaba intacta. En un impulso lanzó el paragüas hacia el cielo y lo dejó caer. Lo abandonó en mitad de la carretera, era un gesto simbólico, era como llevar flores a una tumba.
Y así se liberó de los recuerdos, huyendo de allí. Pero alguién la agarró, se intentó soltar, pero estaba tan cómoda en sus brazos que pronto desistió. Se giró para poder ver al idiota que no la quería soltar, y se quedó petrificada. Era su Romeo errante, ya no era su ángel guardía. Sus alas ya no eran blancas, y su mirada ya no era tierna, pero estaba más guapo que nunca. Le había jurado lealtad a Satán, se había cambiado de bando, sus alas lucían negras y su rostro era tan pícaro como mortal. 
Le susurró un te quiero al oído y la dijo que nunca la volvería a dejar escapar. Se unieron en cuerpo y alma, sellaron con pasión su fidelidad. 
Se elevaron en el cielo mientras que ella riendo decía: Supongo que Dios no me guardará un sitio en el cielo, pero para mí, tú ya eres mi paraíso.
Te quiero mi Romeo errante.






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